“La propiedad participada beneficia a una empresa más que cualquier otro tipo de propiedad de acciones”. Estas palabras no pertenecen a ningún líder de una formación de izquierda radical, ni es la última ocurrencia del coach de turno que como charlatanes de feria se dedican a dar consejos a directivos de empresas para aumentar las eficiencias de las compañías cuando ellos nunca han tenido ninguna responsabilidad en ese sentido.
El copyright de esta frase pertenece al presidente de Siemens, Joe Kaeser, y forma parte de la línea argumental de su política de empresa dirigida a aumentar el porcentaje de las acciones de la compañía en manos de los trabajadores con el objetivo de que su participación, que hace unos años era del 5,3% del capital, sea la mayor de todo el accionariado de la compañía. El valor de esta reflexión no está tanto en lo que dice, sino por quien la realiza de tener en cuenta que Kaeser es presidente de una multinacional alemana compuesta por 150.000 empleados repartidos en 60 países.
Frente a algunas iniciativas que se han producido en los últimos años, la participación de los trabajadores en las empresas no puede responder a situaciones extremas, sino que debe fraguarse en momentos de normalidad y estabilidad para afianzar y consolidar, más si cabe, el futuro de esas sociedades y, en paralelo, la pervivencia de la economía de los lugares donde se hallan ubicadas.
Está claro que la participación de los trabajadores en el capital de las empresas tiene un componente claro más allá del compromiso de los empleados como inversores de la compañía en la que trabajan, sino en lo que significa de garantía para la continuidad del proyecto y su arraigo en el territorio.
La iniciativa se presenta todavía más urgente cuando la crisis se ha llevado por delante a un gran número de empresas, -algunos hablan de un 20% en la CAV-, que por problemas de financiación, aunque en algunos casos fueran rentables y con mercado, han tenido que cerrar por falta de recursos como consecuencia de la ausencia de un instrumentos financieros adecuados en este país para responder a este tipo de situaciones, así como por la existencia de un reparto accionarial al uso, en donde la participación de los trabajadores se ha interpretado siempre como un elemento negativo y disgregador para el desarrollo de una compañía.
Si para algunos empresarios el hecho de que los trabajadores puedan conocer semanalmente la evolución de las ventas y la cartera de pedidos y semestralmente la cuenta de resultados de sus empresas provoca un sentimiento de desnudez y desconfianza sobre la utilización de esa información, mucho más lo es cuando tienen que prescindir de una parte de su capital para venderlo a los empleados.
Los niveles de participación en la gestión o en los resultados se presentan mucho más asumibles por parte de los empresarios que cuando se trata de incorporar a los empleados en el capital y por ello, tener un puesto en el consejo de administración donde se acuerdan las decisiones más importantes de las compañías.
Precisamente, la persistencia de ese sustrato cultural existente entre empresarios, y en muchos casos en los trabajadores, es lo que provoca grandes recelos en la aplicación de la participación en lo que tiene de compromiso y voluntariedad a la hora de compartir el proyecto empresarial, a pesar de que las ventajas que tiene sobre el anclaje y la localización de las empresas en el territorio está fuera de toda duda.
Afortunadamente, este no es el ejemplo de lo que está ocurriendo en CAF, la compañía guipuzcoana constructora de trenes, metros y tranvías e icono de la industria vasca en el mundo, en donde la Cartera Social, que controla el 26,14% del capital que está en manos de los trabajadores, se está planteando poner a la venta a un precio fuera de mercado los derechos de un total de 260.000 acciones a cerca de 900 empleados que no eran accionistas, con el fin de que el total de la plantilla compuesta por alrededor de 2.700 personas participen en la empresa.
Hay que tener en cuenta que ese 26,41% de las acciones de CAF, que suponen alrededor de 300 millones de euros, es propiedad de Cartera Social, una sociedad instrumental constituida por los trabajadores que se benefician de los derechos que tienen sobre los títulos mientras sigan trabajando en la compañía hasta que se jubilen o la abandonen.
Los derechos de las acciones de CAF, que se ponen a la venta y que tienen un valor de unos 40 millones de euros, corresponden a unos títulos libres sin adjudicar y los denominados de autoseguro que, desde la constitución de Cartera Social en los años 90, constituían un fondo de aprovisionamiento ante posibles contingencias y que, gracias al buen comportamiento de la compañía en Bolsa, no ha sido precisa su utilización durante los últimos años.
Los casi 900 trabajadores a los que va dirigida esta oferta de adquisición de los derechos de este paquete de acciones de CAF van a pagar un precio bastante inferior a los 253,9 euros por título con los que la empresa guipuzcoana cerró el viernes en Bolsa, ya que la diferencia, que puede situarse entre los 28 millones de euros, será financiada por Cartera Social durante los próximos siete años en los que los nuevos titulares no se beneficiarán de los rendimientos de las acciones.
La adquisición de las acciones se realiza a partir de descontar el 2% del salario bruto anual del trabajador interesado en la compra durante siete años. Una vez concluido este período podrán ser beneficiarios del reparto de dividendos cada año como en cualquier empresa y de las plusvalías generadas por la cesión de los derechos de los títulos, cuando decidan abandonar la empresa bien voluntariamente o por jubilación .
El hecho de que la mayor parte del capital de CAF esté en manos de los trabajadores que, en este momento, es del 26,41%, -aunque ha llegado a ser del 29,56% en 2013, ya que no puede superar nunca el 30% a expensas de tener que lanzar una OPA al resto de accionistas-, ha sido el elemento determinante para que esta empresa, que es un auténtico orgullo de la industria vasca en el mundo donde factura el 81,5% del total de su cifra de negocios, siga radicada en Euskadi y blindada ante cualquier contingencia de adquisición por parte de competidores o fondos de inversión con intereses fuera de este país.
Esta realidad no es fruto de la casualidad, sino que se debe a la gran visión de futuro que tuvieron en los años 90, cuando CAF era una empresa en crisis por la marcha de sus pequeños accionistas y sometida a regulaciones de empleo durante cuatro años, el actual presidente José María Baztarrica y el actual consejero general, Andrés Arizkorreta, entre otros, que consiguieron que las tres cajas vascas se hicieran con el 29% del capital de la empresa y los trabajadores, a través de Cartera Social, controlaran el 18% para evitar, precisamente, su adquisición por parte de algún competidor extranjero. En este momento la participación de Kutxabank es del 19,6%.
La constitución de esta Cartera Social, una figura inédita hasta entonces en la industria vasca, contó con el apoyo de los sindicatos ELA, LAB, CCOO y UGT que vieron un instrumento importante para que los trabajadores pudieran participar en las decisiones en CAF y un instrumento de anclaje de la empresa en Gipuzkoa. El 18% de las primeras acciones de los trabajadores fue financiado en un 50% a fondo perdido por la propia CAF y el resto por los empleados que durante siete años vieron descontar sus nóminas un 2,5% para adquirir a precio inferior de mercado los derechos de 270 acciones, de las que 40 se destinaban a autoseguro para garantizar posibles contingencias.
Toda una innovación que a día de hoy sigue sorprendiendo y pone en relieve las bondades de la participación de los trabajadores en las empresas en todos los órdenes. Es otra forma del auzolan que ha hecho que este país haya llegado hasta donde está hoy.
Artikulu hau Noticias de Gipuzkoan argitaratua izan zen 2015ko azaroaren 1an. Irakurri jatorrizko albistea.